Una noche me acosté muy cansado, porque había sido dura la jornada de trabajo por esa época, y cuando me acosté me quedé dormido profundamente... y mientras dormía soñé con números.
Ellos
estaban jugando un juego que no recuerdo ya. Pero lo que si recuerdo es que me
invitaron a jugar. Me dijeron: “¡Ven y únete a nuestro juego!”. Yo acepté sin
asentir y me reuní con ellos.
El uno se me acercó y me
dijo “yo siempre estoy sólo, pero puedes confiar en mi”. Luego el dos se quedó
mirándome y, aparte du su mirada rara, tenía una voz grave que cambiaba por
momentos volviéndose aguda. Me dijo que a partir de él surgían las cosas y que
de no ser por él no existirían los juegos.
Estuve jugando un rato con
ellos, pero no me sentía muy cómodo. Desde mi interior había algo me decía que
difícilmente podría entenderme con ellos. Pero también pensaba, y tenía la
esperanza en mi interior, de que tal vez lograría comunicarme con alguno, y hasta comprender sus
deseos y sus destinos; de manera que continúe jugando.
Rápidamente el tres se me
acercó, pero no dijo nada. El cuatro llegó con su voz zalamera, me saludó, me
aduló y me contó que hacía días ya que no conseguía pareja. El cinco estaba
distante; siempre soberbio y seguro de sí mismo. Con el seis la cosa fue totalmente distinta;
me contó sobre su vida, sobre sus relaciones, sobre cómo había tenido muchos
amores y se sentía pleno. El siete por su parte se paseaba de un lado a otro…
tan inexpugnable como siempre.
El siguiente número me habló
tranquilamente de sus cosas. Que iba por la vida de un lado a otro siempre sin
afanes. Que no encontraba estabilidad en las relaciones amorosas. Que anhelaba
vehementemente encontrar un punto fijo para ya no fragmentarse más y otros
muchos asuntos.
Así transcurrió la tarde.
Aunque a veces era de noche y de tiempo en tiempo me encontraba en el amanecer.
Cuando ya menos me divertía,
decidí yo mismo acercarme al nueve y lo saludé... pero él tenía muchos problemas.
Se enredaba. Se encogía. Se volvía sobre sí mismo una y otra vez y luego
tropezaba con su propia sombra. No me quiso contar nada y sólo se limitó a
saludarme con una venia.
Cuando ya estaba a punto de
abandonar el juego, pensativo y agotado por el intenso ajetreo, apareció el
número x. “Yo no tengo personalidad” fue
lo primero que dijo. “Actuó como cualquiera de ellos por un momento y luego
puedo cambiar”. “Mi vida es muy difícil”. “A veces me siento raro, como si no
fuera yo mismo”. Confieso que me dio pena por él.
Por último, escuché que
alguien me hablaba, y aunque nunca logré verlo, el cero me dijo tímidamente: “No
te me acerques porque yo no soy nada, porque estoy en todas partes y en ninguna
a la vez y porque no tengo nada que decir”. Y en ese momento me desperté.
FIN
FIN
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